La piel es el órgano más grande de nuestro organismo y cubre casi la totalidad de la superficie externa de nuestro cuerpo. Cumple funciones indispensables como la protección ante agentes dañinos y transmitir al sistema nervioso una amplia variedad de información desde el medio externo. ¿Cómo funciona? La piel está llena de sensores microscópicos llamados receptores ubicados en diferentes capas de la piel. Tienen como objetivo captar diferentes tipos de estímulos externos y transmitir esa información al cerebro para que ejecute alguna acción como respuesta. Existen diferentes tipos de receptores; los termorreceptores, que captan los cambios de temperatura y diferencia entre calor y frío; los nociceptores, que responden frente al dolor o algún daño en el tejido; y los mecanorreceptores, encargados de recibir la información de la presión, vibración, estiramiento y compresión sobre la piel. Estos receptores presentan una característica muy especial, que pueden adaptarse. Veamos un ejemplo: Cuando te pones un pantalón que te queda ajustado al cuerpo, al comienzo puede que te moleste y pienses en cambiarte. Esto ocurre porque la presión y textura del pantalón estimula los mecanorreceptores de tu piel, sin embargo, luego de un tiempo recibiendo este estímulo de manera continua, irá bajando su intensidad, hasta que dejarás de sentir tu ropa puesta. Este fenómeno se conoce con el nombre de “adaptación”. Cada receptor tiene una adaptabilidad diferente, puede ser de adaptación lenta o rápida. Gracias a esta característica de los receptores, el cerebro puede quedar “libre” y controlar otras funciones más importantes. ¿Te imaginas que a tu cerebro le llegara la información sobre el tacto de la ropa sobre la piel en todo momento?, si sumáramos otros tipos de estímulos como calor, frío o dolor, colapsaría. Gracias a la adaptación podemos vivir sin estar constantemente estimulados por el medio externo y a la vez estar preparados para recibir algún nuevo estímulo que pueda causar daño o placer..
